A lo largo de la vida de un individuo, hay situaciones que te encuentras que se convierten en recurrentes. Y personas, que se convierten en personajes. Y no por repetirse dejan de sorprender o causar estupor.

El mundo de la música es un ecosistema formado por distintas especies: músicos, compositores, público, luthieres, técnicos de sonido, periodistas y críticos, fotógrafos, promotores, discográficas, directores de festivales…

Todo el mundo tiene mil millones de anécdotas al respecto de cada uno de estos gremios, y probablemente la más numerosa, escabrosa, grotesca e impactante sea la lista de historias sobre músicos. Muchas de ellas están contadas por los propios músicos (“Como si tuviera alas” de Chet Baker, “Really The Blues” de Mezz Mezzrow, o  “Beneath The Underdog” de Charles Mingus), o en biografías más o menos autorizadas (como “Bird Lives!” de Ross Russel, o “Miles Davis” de Quincy Troupe).

Yo tengo también mi lista de anécdotas, algunas vividas, otras escuchadas, algunas graciosas, otras indignantes, algunas recientes, otras de hace mucho, algunas individuales, y otras que atañen a más personas, algunas que he contado muchas veces y otras que hasta yo mismo he hecho por olvidar…

En este caso me quiero referir solo a una persona que ha sido fotógrafo, promotor, público, crítico, técnico de sonido, pero sobre todo amante de la música y amigo personal.

Yo abandoné Galicia para continuar mi formación y mi carrera profesional en el año 2000, cuando solo había hecho mis pinitos en el jazz de la mano de mis compañeros en “Estudio Escola de Música” (Pablo Castaño, Xacobe Martínez, Telmo Fernández y compañía), tocando con algunos de los profesores de allí (Serafín Carballo, Manuel Gutiérrez, Jose Nine…) y tocando en la Big Band de la escuela.

Mientras estudiaba con el Maestro Aldo Caviglia, y aprendía viendo a David Xirgu en casi cada concierto que tocaba, escuchaba desde Barcelona noticias de cómo crecía la escena del jazz gallega en torno al Seminario de Jazz Permanente de Pontevedra, y cómo aumentaba el número de músicos y de espacios para tocar. 

Con el paso de los años, empecé a viajar a Galicia con algunos de mis proyectos y a visitar los clubs míticos de la escena. En esos viajes he almacenado muchas anécdotas. Pero estos días no dejo de pensar en la primera persona, que no siendo público o compañero, me hizo sentir valioso como músico. La primera persona que se interesaba por mis proyectos, que no me pedía que le enviara una grabación o un curriculum de los miembros para programarme ( “Si tocas tú en el grupo, a mí me vale” me decía cuando hablábamos), siempre diciendo que ojalá nos pudiese tratar mejor, a pesar de que siempre nos trataba lo mejor que podía, contando con honesta humildad que él solo tenía un garito, que los que realmente convertían ese espacio en algo especial eran los músicos, recordando para ti temas que habías tocado hace 2 años en tu anterior visita… Y todo esto me consta que no solo a mí, si no a más de una generación de músicos, con la única motivación del amor a la música, esa que él escuchaba cuando abría y todavía no había entrado los primeros clientes, no como una pose más o menos snob, sino con amor amante que brotaba de ese corazón valiente y generoso. 

No es único, pero si escaso y precioso, raro en el sentido más bello del término. Yo todo esto lo aprendí con Gonzalo y Justo en el Manteca y luego en el Xancarajazz hace muchos años. Y quiero hacer extensible este texto, humilde homenaje a otros corazones valientes y generosos con los que he tenido el placer de cruzarme en todos estos años, y otros que no conozco ni conoceré, pero que están ahí, bregando en un mar de perdonadores de vidas, de taberneros devenidos en gestores culturales, de managers de zona y otros términos que suenan igualmente perversos.

Gonzalo, gracias por enseñarme, gracias por hacerme sentir parte de esto, por esas miradas que te hacían pensar que no estamos solos en el camino. A vosotros todos. Gracias.